sábado, 19 de marzo de 2011

1. Un tipo normal



Todo empezó una mañana del tres de agosto. Hacía un calor pegajoso. En realidad eran las tres de la tarde. Cómo siempre, me había quedado durmiendo hasta que mi cuerpo dijo basta. El dolor de cabeza era monumental. Subía por todo el cuello hasta la base del cráneo y, desde allí, hasta la parte más profunda de mi cerebro. Creo.

En fin, que me levante de la cama y tras deambular por la casa me tiré en el sofá. Enchufe y la tele y recorrí uno por uno todos los canales de la televisión. Noticias. O eso decían. Que si un vecino acumulaba mierda por todos lados. Un político corrupto. Más recortes del gobierno. Un tipo que tortura y mata animales. Algún que otro desastre natural. Por supuesto, el cambio climático. Alguna matanza en Oriente Medio. Otro ERE de otra empresa dirigida por sinvergüenzas. El presidente de los Estados Unidos paseando con su perro. Unos premios de cine. Madrid y Barça. Nada nuevo. Todo muy “apocalíptico, aterrador” que diría algún presentador de estos noticiarios.

Apagué la televisión y decidí ir al baño. Ya era hora de vaciar mi vejiga. Me senté en el retrete. Cogí el periódico. Antes de abrirlo, miré la fecha. Dos de julio. Cambié de idea y cogí un panfleto de Ikea. Todo muy fascinante, pero no tenía un duro para comprar nada.

Cuando me miré al espejo, vi a un tipo que no era yo. O sí, pero no me recordaba así. Barba de dos días, que podía ser de una semana. Ojos enrojecidos por el exceso descanso. EL pelo, castaño, rizado y empezando a escasear, absolutamente revuelto. La cicatriz seguía en su sitio. Y algún que otro grano debido a la falta de afeitado.

Decidí darme una ducha, pues después de dos días en la cama, mi sudoración empezaba a hacer el efecto esperado. Después de permanecer debajo del agua media hora, salí y me sequé. Me adecente el pelo y decidí afeitarme al día siguiente. Como siempre, si podía evitar hacer algo y dejarlo para otro momento, lo hacía. Así me iba.

Si lo peor para mí era dejar la cama, lo mejor era abrir el paquete de café y despertarme con el aroma que subía desde él. Abrí la nevera y vi una Coca-Cola abierta varios días atrás y una lata de olivas negras sin hueso. No me apetecía desayunar eso con mi café, así que decidí comerme un donuts. Cuando estuvo listo, abrí la tapa de la cafetera y removí el café. Lo vertí en mi taza, regalada con un periódico y le añadí un azucarillo. Ese era el único ritual del que disfrutaba por aquel entonces. Todas las mañanas lo realizaba con el mismo cariño y dedicación.

Ya con todo en la mesa, me conecté a internet y le eché un vistazo a mi email, Facebook y Twitter. Ahora me doy cuenta que eso, per se, era un ritual también. En el email, mucho spam y nada más. En Facebook, nada nuevo. Twitter... en fin siempre es interesante lo que escriben algunos directores, actores, periodistas, etc. Como no tenía “followers” pues todo lo que escribía iba la nada de internet. En fin, decidí liarme un cigarro y compartirlo con mi café, pues ese era otro de los pocos placeres que tenía.

El día no tenía nada de nuevo. Siempre soñaba con levantarme un día y ser un tipo de éxito, midiendo uno ochenta, en lugar de esos asquerosos uno setenta y dos reales. Tener unos abdominales y demás músculos más desarrollados, en vez de mis michelines y nada musculosos brazos y torso. Y un miembro viril más grande. El mio es normalito, pero siempre he querido uno que asuste. Me hubiera gustado ser un triunfador, para que negarlo, como a todo el mundo. Pero no, dios, Darwin, la genética o quien quiera que sea me hizo un tipo muy normal.

De repente, sonó el timbre de mi casa. Mi pensamiento fue: “Joder, ya está el típico vendedor capullo intentando venderme su mierda”. Abrí la puerta y ante mi había un tío vestido en traje y corbata con una oferta súper especial para mí de una compañía eléctrica. Mi respuesta fue muy educada.

  • No, muchas gracias, pero es que no soy el dueño. Vivo aquí de alquiler.

  • ¡Aja! Entiendo, bueno pues aquí le dejo mi tarjeta y se la da al dueño del piso, porque va a ahorrar mucho dinero si se cambia.

  • Ok. Muchas gracias. Adiós.

En realidad, cuando me volví al sofá, me empecé a preguntar por qué no le había dicho lo que realmente pensaba: “Joder, sois muy pesados, es la puta tercera vez en una jodida semana. ¡Cómo volváis a pasar por aquí y joderme, os reviento la cabeza!

¡Ding, dong! Sonó el timbre otra vez. Entonces pensé en no abrir, y habría hecho muy bien. Pero mi orgullo y las ganas de insultar a alguien pudieron conmigo. Me levanté dispuesto a decirle a quien quiera que fuese los insultos más desagradables e hirientes que pudiera decir o recordar.

Cuando abrí la puerta dije:

  • Hola. Mira, tú compañero ya ha pasado por aquí y ya le he dicho que yo estoy aquí de alquiler. Así que muchas gracias pero no estoy interesado. Adiós.

Y cerré la puerta. Cerrarle la puerta a aquel hombre vestido en con el mismo traje y corbata que su compañero, sin darle opción a que hablase, me dio bastante moral. Y luego vino de nuevo el momento en el que me dije: “¡Puto cobarde! Le has dicho hola y gracias. ¡No, peor aun, muchas gracias! Que asco me doy.” Y así estuve la siguiente media hora, reprochándome mi cobardía.

Eran las siete y veintitrés y yo estaba escuchando These Foolish Things (Remind Me Of You), de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong, cuando la puerta volvió a sonar. Decidí no abrir. Insistieron. Yo también en mi decisión de no abrir. De repente, escuché mi nombre. Eso fue bastante raro, pues no esperaba a nadie, y decisivo para que abriera, como así hice. Me dirigí a la puerta y cuando llegué pregunté que quien era. No hubo respuesta. Di por echo que se habían cansado de aporrear mi puerta y cuando me giré para volver a mi sucio a la par que cómodo sofá, volvieron a insistir llamándome por mi nombre otra vez. Di la vuelta sobre mis talones y abrí la puerta.

Sonó un tiro y noté como la bala atravesaba mi cuerpo. La sangre escapaba de mi cuerpo a manantiales. Grité, no se aun si de miedo o dolor. Mi espalda rebotó contra la pared que se situaba detrás mio. Caí al suelo. Mi cuerpo empezaba a arder, con el foco de dolor y fuego en la zona de impacto de la bala. Mi vida no era tan triste como para querer morir. Quería saber quien iba a ganar ese programa de vagos que se pasaban el día sin hacer nada para embolsarse un cuantioso premio y una fama de quince minutos absolutamente inmerecida. Quería saber que iba a pasar cuando esa chica de barrio se retirara de la televisión. Quería abrazar por última vez a mi familia. Quería sentir el amor verdadero.

El mundo a mi alrededor, es decir, mi casa, iba desapareciendo. Mis fuerzas me abandonaban. Mis parpados se cerraban mientras yo me intentaba aferrar a la vida. El último resquicio de aire abandono mi cuerpo...